Plomo

20:53 Unknown 0 Comments


A veces me da la sensación de que nunca conocí una vida diferente a esta.  Cuando intento recordar, traer a mi mente algún sonido o saborear algo, siempre viene lo mismo.
Gris.
Silencio.
Metal.
Apenas puedo distinguir los restos de la carretera bajo la nieve sucia. A los lados de nuestro camino los troncos de los árboles se levantan desnudos hacia el cielo, como esqueletos elevándose en una plegaria muda. Quizá es así.
Suelo concentrarme en mi propia respiración. Inhalo hasta que el aire me quema y siento que el pecho me estalla, inhalo hasta que noto sobre la garganta una presión punzante, y luego exhalo hasta que el vaho que vuela ante mi rostro desaparece. Me centro en el crujir de la nieve bajo las botas, en el sonido palpitante de mis oídos y cuántos pares de pies siguen mis pasos. Los cuento internamente. Uno, dos, tres. Cuatro. Al principio, cuando caminaba tras ellos, cantábamos canciones. Pronto el cansancio transformó sus canciones en silbidos y los silbidos en un silencio ensordecedor.
El silencio sobrevino después de la primera pérdida. Pero no fue hasta la tercera que comprendí que no podía limitarme a vigilar sus pasos y seguir su ritmo, y me puse en primer lugar. Desde entonces me siguen en silencio y cuento sus pisadas porque no tengo fuerzas para darme la vuelta y enfrentarme a sus miradas.
Las correas de mi mochila se me clavan en los hombros desde hace tanto tiempo que el dolor se ha acabado pareciendo más a un aliciente para no detenerme. Sé que aún queda invierno por delante, que no puedo dejar nada atrás. A pesar de que daría lo que fuera por detenerme, por dejar caer a mis pies el fardo que me oprime el alma, por hacerme un ovillo sobre la nieve, por reunirme con los niños que he dejado en el camino. Pero no puedo. Eso es lo que me repito a mi misma una y otra vez a lo largo de esta marcha que parece no tener fin.
Quiero parar.
No puedes.
Quiero dormir
No puedes.
Quiero morir.
No. No puedes.
Los primeros días lloré. Lloré en silencio mientras andaban, y sé que ellos nunca me vieron. Ellos también lloraron, pero ellos son niños. Algunos todavía lloran en sueños. Les oigo cuando les vigilo, cuando una oscuridad insondable nos rodea y estrecha poco a poco el cerco alrededor de nuestro fuego. Cuando cada movimiento, cada sonido, cada desvarío de mi imaginación se vuelve una amenaza nocturna, me centro en los sollozos apagados de los niños que aún me quedan, me aferro a lo que sé que es real.
El dolor.
Ni son mis hijos ni yo soy su madre, pero son mi responsabilidad. Lo son desde hace tiempo, pero la palabra responsabilidad nunca había adquirido un tinte tan mayúsculo como cuando nuestro campamento ardió en llamas y tuvimos que huir. Agarré lo que pude y los saqué casi a rastras del infierno. Nueve de veintitrés. Ahora me quedan cuatro y apenas soy capaz de recordar el calor de aquel incendio sobre mi rostro, la forma en la que me cuarteó la piel y me rajó los labios.
—¿Akela?
Me detengo. El cielo sobre nosotros tiene el color del plomo. Un viento suave mece las copas de los árboles que aún conservan sus hojas y se me cuela por debajo de la ropa cuando me giro a mirarles.
—¿Sí?
—¿Podemos parar ya?
Cuatro pares de ojos me miran cansados. Han aguantado estoicamente un día tras otro de caminar durante el último mes, posando sus pequeños pies en el interior de mis huellas.
—Claro. —Intento sonreírles, pero es una sonrisa breve. Se me atasca en la garganta, hace una bola de engrudo salado y  tengo que empujarlo hacia abajo, poco a poco, hasta que está en mis pies. Por eso tardo en contestar. —Vamos a buscar un buen sitio, ¿de acuerdo?
Lo bueno de la nieve es que siempre hay agua a nuestro alrededor. Lo malo es que es lo único que queda. Apenas algún brote y algún animalillo se esconden entre los árboles, y no son fáciles de encontrar.
No hace falta que diga nada: ellos se alejan de mí y de dos en dos buscan ramas, hojas, setas, brotes. Mientras lo hacen, me dedico a ordenar las cosas que nos quedan. Los rollos de cuerda, la navaja oxidada. Esparadrapo, un poco de algodón, un gran trozo de plástico, una botella vacía. Un mechero. De entre todo lo que nos queda, probablemente sea lo más valioso. Eso y los cuatro niños.
Cuando vuelven el fuego está encendido y crepita deliciosamente. Entre los cinco construimos un vivac en sincronía y perfecto silencio. Desdoblo poco a poco el plástico y lo extiendo sobre ellos para que el material refleje el calor de sus cuerpos y pasen la fría noche con clemencia.
Cabeza con cabeza, se tumban boca abajo y mordisquean raíces casi alegremente, al tiempo que comparten el agua y un trozo de carne seca.
—¿Crees que queda mucho?
La pregunta se formula como una especie de ritual, más por costumbre que por verdadera necesidad de obtener una respuesta.
—Creo que no.
—¿Para que acabe el invierno?
—Para encontrar otro hogar.
—¿Nos acogerán?
—Claro. Amigo de todos y hermano de cualquier otro. Es parte de nuestra ley, ¿recordáis?
Los cuatro sacuden la cabeza con energía de arriba abajo. El fuego ilumina sus infantiles rostros. Mak y Kett ya van camino de la pubertad, y las diferencias empiezan a hacerse mayores, casi me atrevería a decir que podría distinguir a los gemelos a una buena distancia. Las pecas de Bert son más visibles incluso a la luz del fuego, y el pequeño Pet casi desaparece entre sus compañeros, con la  mata de pelo rubio como un halo platino alrededor de su cabeza. Entre los cuatro ni siquiera suman cuarenta años, y aun así han sido obligados a huir de su hogar. De nuestra manada ya no queda nada, y no sé dónde estarán sus padres, si siguen vivos, si los están esperando. A lo mejor han tirado la toalla, puede que hayan perdido toda esperanza. Y no sé si sería capaz de enfrentarme a ellos, a los veintitrés padres y madres que un día me confiaron a sus hijos, llevando solo a cuatro conmigo.
—¿Y habrá otros niños, verdad?
El rostro de Pet brilla de la emoción al imaginar el final de nuestro camino.
—Oh sí. Montones de niños de vuestra edad. Tantos lobatos como os podáis imaginar, y castores, y troperos. Existen muchos grupos como el nuestro, algunos viven a salvo y podremos vivir con ellos. Al otro lado del río, en el valle, sé que hay uno acampado desde hace décadas. Casi desde que nos echaron de las ciudades y vivimos en el bosque.
—¿Tanto tiempo?
—¡Mucho tiempo! Viven lejos de los núcleos, los cívicos ni siquiera saben que existen. El fuego no nos perseguirá allí. Os lo prometo.
Promesas. No debería hacerlas. Ya tengo una promesa en forma de pañuelo colgada al cuello. La suciedad ha cubierto su colores, y su carga me pesa como si cada niño que dejé atrás se hubiera convertido en un eslabón de plomo.
—Es hora de dormir —les digo—.Mañana estaremos más cerca del río.
Sé que algunos ya duermen antes de que haya terminado de hablar. Se remueven sobre sí mismos y los que aún aguantan se dan las buenas noches. Yo me acomodo junto al fuego, apoyándome sobre una roca, y levanto la vista al cielo. Sobre mí, miles de estrellas puntean el cielo, titilantes, observando nuestro camino.
Suspiro. Noto en el pecho la losa de la responsabilidad y de la promesa que acabo de hacerles. Otra de tantas. Cuento sus respiraciones, pesadas, lentas, cadenciosas. Una, dos, tres. Cuatro. Hoy ninguno llora. En su mente hay ideas felices, gentes que nos acogerán, que curarán sus pies cansados, que calmarán su hambre y saciarán su  sed. Ideas de lechos mullidos y calientes y la promesa de una primavera.
Yo prefiero centrarme en cosas reales. El sonido del viento, la posición de las estrellas. Recuerdo primero los nombres de los chicos que dejé en el campamento. Uno por uno, al tiempo que araño con la punta de la navaja la parte interna de mi codo de forma distraída. Luego pienso en los que perdí en el camino. Los que se llevó la gripe, los que desaparecieron en la noche. Los rememoro uno a uno, porque cuando pienso en abandonar, vienen a mí. Sin ser invitados. He perdido a diecinueve y no sé cuándo será o si ya ha sucedido, pero creo perderé también la capacidad de seguir sufriendo.

Abro los ojos de golpe. No sé cuándo me he dormido, y no debe ser hace mucho, porque aún hay brasas en la hoguera. Cierro los ojos y cuento hasta tres para alejar de mí los miedos que me atenazan en las pesadillas.
Me levanto de mi roca y me acerco al vivac. La parte superior está húmeda por la condensación, algunas de las hojas que lo cubren se han caído y bajo él duermen tres niños.
Tres.
En seguida el pánico se apodera de mí. Noto el corazón dentro del pecho latiendo desbocado, martilleándome las sienes como tambores funestos. Me giro sobre mi misma, tanteando el aire con las manos, pero no puedo ver nada. De repente todos los terrores nocturnos cobran vida, cada crujir de una rama, cada aullido del viento al colarse entre los troncos de los árboles, cada uno de esos sonidos se convierte en una amenaza, en una amenaza real. Ni siquiera sé quién es el que me falta, pero no puedo evitar correr hacia la nada que me rodea.
Esquivo a tientas la dura corteza de los pinos, noto como las ramas bajas me arañan la cara, las manos. Intento agudizar el oído por encima del sonido de mi propio miedo, pero el bosque no me devuelve nada. En mi fuero interno construyo una súplica muda. Por favor. Por favor.
Corro ladera abajo, arrastrando conmigo tierra y hojas secas. Me arde el pecho, está a punto de estallarme, y no sé cuánto tiempo llevo corriendo ni dónde estoy, cuando lo veo.
Es Pet. Está sentando en una piedra al borde del río, y lanza guijarros al agua. Su silueta menuda se contrasta con la luz de la luna, pero le habría reconocido en cualquier parte. Su cuerpo parece diminuto sobre esa piedra, y está tan ensimismado que ni siquiera me oye acercarme a él por detrás. Solo cuando le agarro con fuerza del hombro se gira para mirarme, a tiempo para recibir una bofetada que resuena en el valle como un tiro de gracia.
Nos miramos el uno al otro. Él no dice nada, su rostro es una mueca de muda sorpresa y apenas acierta a ponerse la mano sobre la cara, donde seguramente le latirá la mejilla.
No puedo más. Caigo de rodillas ante él, haciendo que nuestros ojos queden a la misma altura y le agarro con fuerza por los hombros hasta que los nudillos se me ponen blancos. Él me mira fijamente mientras lloro, mientras noto como las lágrimas abren surcos sobre el polvo que el camino me ha dejado en el rostro.
Él no dice nada. A pesar de la rojez que colorea su piel bajo el pómulo, retira la mano de su rostro y la coloca sobre mi cabeza. Me acaricia el pelo y yo no puedo dejar de llorar, porque sé que por mucho dolor que el camino me de, nunca será más que haberles fallado.
—No vuelvas a irte nunca más —le digo.
Y solo él se quedó a mi lado.

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